Salgo de la estación de metro de Ayora, dos palmeras gigantes me recuerdan que he vuelto a mi barrio. Giro mi cuello y me veo rodeado de edificios. La calzada está impecable, sin vegetación ni baches, y pese a los escalones de la salida de la estación las casas no tienen marcas de humedad.
El cielo está despejado. Me pone triste pensar que para mucha gente de Brasil esto parezca el paraíso. Les doy la razón, pese a que en la tele no paren de decir que estamos en crisis, me percato que nadamos en el lujo. Cojo mi maleta para subir los escalones mientras hablo con mis padres y mi hermano. Se me hace raro ver que la gente no me mira por hablar español sin acento uruguayo. Se me hace raro ver que la gente no me mira por la palidez de mi piel. Ochenta horas de viaje, se dice pronto. Sólo pienso en ir a dormir, pero mi padre tiene otro plan. Me va a llevar a comer a su restaurante preferido.
A cada esquina veo palmeras, naranjos y semáforos. Puede que Pelotas no sea una ciudad tan exuberante como Valencia, pero la llevo en el corazón. Se me hace raro andar sin agarrar la palma de la mano de mi amada. En su lugar tengo esta maleta, muy manchada por haber pasado por los aeropuertos de Porto Alegre, Sao Paulo, París y Valencia. "Tenho saudades dela" pienso con el poco portugués que sé vociferar.
Nos sentamos los cuatro en la terraza del restaurante. Mis padres conocen a los camareros y nos atiende un camarero uruguayo. Mi madre señala mi camiseta del Grêmio y le dice:
- Mi hijo viene de volver de Porto Alegre, cerca de Uruguay.
El camarero sonríe y comenta:
- Ahhhh, no creo. Increíble. Habrás pasado mucho frío.
- No, al revés, ahora mismo hace demasiado calor, están en verano. - Le respondo.
- Cierto, no había caído en eso. Y cuénteme, ¿ha visto muchas garrotas (mujeres)?
- No, sólo una.
- Que lindo.
De primer plato nos sirven raviolis con salsa de cuatro quesos. De segundo muslo de pollo bañado en cerveza. Miro los platos y como con el poco apetito que tengo (debido al cansancio). Me pongo a pensar que si en Brasil supieran que pagamos más de 10 euros por un menú de bar/restaurante nos tacharían de locos.
De hecho, esto me produce un flashback: Recuerdo que estoy con mi amada en un puesto de comida situado en la calle. Estábamos esperando a que nos sirvan dos perritos calientes tamañano XXL por dos reales y medio (casi un euro). Mientras permanecemos sentados, para un coche. De él bajan un padre con sus dos hijos adolescentes. Miran los precios y el padre dice algo así: "Es demasiado caro, vámonos a otro sitio."
Volvemos a casa. El sólo hecho de abrir el ascensor y marcar me recuerda de nuevo a Pelotas. Ahí no existen los edificios tan altos. Todas las calles se parecen al Carmen o al Cabañal. Mi edificio tiene 19 alturas y no es, ni de lejos, el más alto de Valencia. Me quito la ropa que he llevado encima estas ochenta horas y me acuesto. Tras un par de horas, me despierto y me ducho. Llamo a mi novia por Skype, mi móvil está estropeado. Cojo mi monedero y las llaves de casa y me preparo para ir al centro a dar una vuelta.
Tomo el autobús C81, para ir a la Plaza del Ayuntamiento. Tengo otro flashback: En Pelotas cuando querías bajar de un bus urbano tenías que estirar de un cable situado en el techo, y a lo Indiana Jones tenías que correr hasta la salida del bus. Si a esto le sumamos la gran cantidad de baches, se puede decir que ir en bus por Pelotas es toda una aventura, similar a montar en una montaña rusa, pero con más adrenalina.
Llego a la Plaza del Ayuntamiento, pulso un botón y el bus se para lentamente. Recuerdo pasar en bus por los barrios pobres de Pelotas, algo parecido a las favelas pero mucho menos salvaje. En cambio miro ahora en mi ventanilla y veo edificios y palacetes. Estando el bus parado, bajo de mi asiento y voy a la salida mientras la puerta se abre. Comparado con Pelotas es como si aquí los chóferes fueran nuestros mayordomos. Entiendo perféctamente por que exista gente que no dude en cruzar el charco para vivir aquí. Aún así tengo morriña de la adrenalina que me generaba esa ciudad de Rio Grande del Sur. Puede decirse que me he encaprichado hasta tal punto, que preferiría estar en Pelotas antes que en Valencia.
Llego al Fnac, miro un par de productos y le comento a una dependiente:
- ¿Vendéis RAM de portátiles?
- Sí, pero no las tenemos expuestas. ¿Qué necesitas?
- Dos gigas a 667.
- ¿DDR 2?
- Sí.
- Sólo tenemos a 800.
- Da igual si es superior, la placa la limitará a 667. ¿Puedes mirarme el precio y el stock?
- Tenemos stock. Vale 44,90 euros.
- Un poco cara, pero bueno, la quiero ya. Dame una.
- No tienen devolución.
- ¿Me estas diciendo que si la memoria es defectuosa me jodo?
- Err.. sí, pero por experiencia nunca nos han fallado. Son los que usamos para nuestros equipos.
- Por experiencia sé que existen las memorias defectuosas.
- ...
- Al menos serán Kingston.
- No, son de r23rsdfl3###ñ@F.
- Perdona, ¿qué marca has dicho?
- Son de #9846e€^*#@.
- Vamos, que me vendas una RAM más cara de lo normal, marca "la cabra" y sin garantía.
- Sí.
- Bueno, mejor déjalo estar, voy a otro sitio.
Un poco decepcionado voy al puesto de Xbox 360 y veo el "Orígenes: Lobezno" rebajado a quince euros. Probablemente la Xbox y los netbooks son las únicas cosas que me gustan del "primer mundo". Es un juego bueno, pero no vale los setenta euros que piden en todas partes. Con quince euros tengo una cena de lujo con mi novia en Brasil, no quiero pensar lo que podría hacer con setenta. Cojo el juego y voy a la caja. La dependienta pasa el código de barras y la caja lee "39.90 eur".
- ¿Cómo que cuarenta euros?
La dependienta me mira extrañada, ve el precio del juego y se va al puesto de XBox a verificar. En menos de un minuto vuelve y me cobra el precio correcto. Echaba de menos esto, los errores informáticos.
Llego a casa, me hago la cena, miro el final del partido Valencia - Brujas y voy a dormir. Este viernes toca volver a trabajar. Quiero ahorrar el máximo dinero posible para volver a abrazar a mi amada.